Charles Darwin desempeñó un papel crucial a la hora de convertir la herencia en una cuestión científica y, sin embargo, fracasó estrepitosamente a la hora de responderla. El nacimiento de la genética, a principios del siglo XX, pareció hacer precisamente eso. Poco a poco la gente tradujo sus antiguas nociones sobre la herencia a un lenguaje de genes. A medida que la tecnología para el estudio de los genes se abarató, millones de personas pidieron pruebas genéticas para relacionarse con padres desaparecidos, con antepasados lejanos, con identidades étnicas… Pero, escribe Zimmer, «cada uno de nosotros es portador de una amalgama de fragmentos de ADN, cosidos a partir de algunos de nuestros muchos antepasados. Cada pieza tiene su propia ascendencia, recorriendo un camino diferente a través de la historia de la humanidad. Un fragmento concreto puede ser a veces motivo de preocupación, pero la mayor parte de nuestro ADN influye en lo que somos -nuestro aspecto, nuestra estatura, nuestras inclinaciones- de maneras inconcebiblemente sutiles».
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